A 30 kilómetros de la ciudad de Pucallpa, conocí la casa de un gran chamán. Ángel era su nombre; y Don Ángel, con gran respeto y cariño, le decíamos todos. Vivía en una casa de madera, al costado de una quebrada y junto a su esposa y su joven hija.
Recuerdo de él, su mirada sincera y sus palabras que me inspiraban sabiduría, y aún hoy, me inspiran muchísimas reflexiones. Vivía dedicado a su familia, a sus plantas, a la Madre Tierra, a algunos animales, y a la variedad de personas que lo visitaban para recibir alguna curación o consejo.
En las varias oportunidades que lo visité, pude conocer a algunas personas. Recuerdo a María de España, una mujer-medicina (chamana), muy dedicada a su labor y al cuidado de su energía. Ella, quizá tenía unos 42 años de edad, y había venido varias veces al Perú, y se había iniciado con la planta madre, con lo que había logrado, un mejor manejo de su capacidad curadora, y de su propia energía sanadora, que se traducía en cánticos (icaros) muy arrulladores, palabras muy alentadoras, que no cometían el vicio del optimismo delirante.
María, era una mujer-medicina que inspiraba seguridad, y al hablar decía lo necesario; y eso bastaba para comprender que la clave de la solución, lo tenía uno mismo. En algunas veces que conversé con ella, me contó las penurias que había vivido, desde su embarazo a los 17 años, el abandono y negación del padre su hijo, y el problema con su propio padre, quien se decepcionó de ella. Luego de hablar de todos esos momentos tristes de su vida, me miró tiernamente, y me dijo que gracias a esas penurias, había podido lograr ser una curadora efectiva.
Sus problemas personales, le había dotado de una gran sensibilidad y sabiduría, y gracias a ellos, podía comprender a la gente, sólo con mirarlos o escucharlos hablar. Quedé perplejo, con aquellas declaraciones. Me emocioné muchísimo, que creo, estuve a punto de llorar. Acababa de aprender una gran lección, que de nosotros mismos dependía, hacer de nuestras penurias, lecciones positivas para mejorar nuestra vida. Y lo que más me sorprendió, fue que María, reiteró su agradecimiento a la planta madre, y a Don Ángel, quien había sido su maestro.
Otra persona, un poco fatal quizá, fue Don Manuel. Lo vi un par de veces en las sesiones, y pude conocerlo un poco. Tenía una enfermedad incurable en sus piernas y además era alcohólico. Asistió a regañadientes a las sesiones con la purga. Sólo al día siguiente de la primera sesión pude conversar un poco con él. Estaba sentado solo, al pie de un enorme árbol de mango, cuando me acerqué y empecé a hablarle. Estuvo muy serio, como que no quería hablar con nadie; quizá le molestó mi presencia; al final conversamos muy bien.
A sus doce años de edad, tuvo que viajar a Lima a trabajar porque su padre lo botó de su casa. Ya eres grande, le había dicho, y lo echó sin nada. Ni dinero, ni documentos, ni ropa, ni comida. Ya que su padre se dedicaba al negocio de la madera, los choferes de los camiones lo conocían, y viajó con ellos. Fue a Lima a buscarse la vida, a hacerse hombre intensivamente, pero fracasó. Regresó a Pucallpa luego de una década, y ya era alcohólico y su vida no tenía rumbo.
Su padre, también alcohólico, ya había muerto, y nada o casi nada, había dejado para su mujer enferma y sus nueve hijos, que continuaban en la peor miseria de sus vidas. Manuel tuvo que trabajar en lo único que sabía hacer, la madera. Conocía la variedad de maderas tan bien como la cubicación de las mismas. Internado en el monte, buscando las mejores maderas para llevar a Lima, le picó la uta. Sus piernas ya no fueron las mismas nunca más. Pasaron los años, y convivió durante décadas entre el alcohol y sus piernas infectadas.
Su última esperanza, a sus más de 60 años de edad, me había dicho, era tratarse con Don Ángel. Quería curar de una vez la infección de sus piernas, y liberarse del alcoholismo. Y en su primera sesión, no tuvo ningún efecto de la purga. Ni vómitos, ni diarreas, ni visiones. Estaba deprimido quizá, y pensaba que ni la planta lo quería. Don Ángel ya había conversado con él, y le había dicho que la dieta era la clave. Tenía que dejar el alcohol y los antibióticos.
En esta única conversación, Don Manuel me habló de la madera. Dijo, mirando al gran bosque del frente, Don Ángel tiene buena madera aquí en su terreno. Tiene Capironas, Caobas, Cedros y Quinillas. Pero sobre todo tiene, Muerayas. Quedé confundido con la última palabra que pronunció.
¿Muerayas? Le interrogué. “Si, como lo escuchas, muerayas, es un árbol de madera poco conocido, escaso y creo que en extinción. La única vez que vi este gran árbol, fue aquel maldito día cuando me picó la uta. Tenía una copa enorme, estábamos a punto de cortarlo, cuando empezó a llover tormentosamente. Tuvimos que correr hacia el campamento, y ahí, me metí por los arbustos y contraje la infección”.
Me habló muchísimo de la madera; de la variedad que hay; de las virtudes de cada una, de los nombres que no recuerdo, y sobre todo de este gran árbol, la madera mueraya. Un momento pareció reconocer con amargura, que quizá había sido la madre (el espíritu) de este árbol que lo había maldecido para toda su vida, con la enfermedad de la uta, por haber sido un depredador de la madera y un malgastador de su dinero.
En la sesión de la siguiente semana volví a ver a Don Manuel. Esta vez no habló con nadie. Se le veía muy deprimido, y se fue muy temprano, casi al amanecer. Don Ángel me dijo luego que Don Manuel, estaba muy mal. Que además de sus malestares de siempre, ahora le molestaban también, otras enfermedades. Estaba muy complicada su salud, y no era fácil recuperarse después de tantos años de descuido y mala vida. Su organismo envejecido y maltratado por el alcohol, ya casi no respondía a ningún medicamento.
Luego de algunos meses me enteré que Don Manuel, había fallecido. Se acabó por fin, una vida repleta de frustraciones, desgracias y auto-engaños. Don Ángel me comentó que el finado Manuel, había reconocido en aquella segunda y última sesión con la planta maestra, que su vida había sido un completo error, un completo desperdicio. No quiso culpar a su padre, pero dijo haber comprendido que venimos a esta vida con un gran reto; el superar todas las pruebas que se nos presentan en la vida. En su caso, había mal entendido todas las pruebas, y por esto mismo, su vida había resultado en un completo error. Fue muy duro que él haya reconocido esta verdad. Ahora, le tengo compasión.
Pero de estas veces, cuando yo iba al monte a purgar con la soga de los muertos (ayahuasca), y ha recibir la sanación de Don Ángel, ya han pasado más de 67 años. No he vuelto a ver nunca más a Don Ángel.
Hace 9 años, y casi por casualidad, o causalidad, pasé por el auditorio de la Cámara de Comercio de Pucallpa, y pude escuchar la conferencia “Erase una vez, el bosque amazónico”, que dictaba un reconocido periodista y antropólogo, especializado en la amazonía, narcotráfico, violencia política, geopolítica, entre otros temas afines.
De la variedad de datos y argumentos que aquél erudito personaje pronunció, volví a oír, claras referencias respecto a aquel gran árbol llamado mueraya. “En algunos mitos y leyendas de diversas culturas ancestrales de nuestra amazonía”, decía el conferencista “se da cuenta de la existencia de un gran árbol de madera llamado mueraya.
En algún momento se llegó a afirmar que aquel árbol jamás había existido; pero luego, recogiendo testimonios de diversas fuentes” el conferencista afirmó muy enfático, “hoy podemos decir que este célebre árbol, si existió, y que sus virtudes superan a todos los árboles de madera que hemos conocido hasta el día de hoy”.
Tanto la atención del público como la mía, se hizo más intensa. El conferencista también entusiasmado añadió más datos. Dijo “si la quinilla tiene la cualidad de soportar la humedad y el agua sin podrirse durante buen tiempo, la madera mueraya perdura mucho más tiempo que la quinilla a la humedad, al agua y a la polilla.
Si el cedro tiene la virtud de ser una madera muy útil en la ebanistería y carpintería, la madera mueraya, por el tejido de sus células, es extraordinaria para trabajos muy finos y resistentes. Entre otras virtudes, la madera mueraya, es también una gran medicina para combatir la lepra y fortalecer el sistema inmunológico; su resina es un antibiótico natural”. Estos argumentos, no fueron los que más me conmovieron, sino el origen mitológico y/o extrañamente biológico del árbol llamado mueraya, que el conferencista explicó.
“Como estudioso durante muchos años”, dijo el conferencista, “tengo mis dudas para clasificar como mito o como verdad científica, lo que a continuación les voy a decir.
Uno de los relatos orales más remotos que se han conservado hasta hoy, de generación a generación, entre una élite de ayahuasqueros shipibos y mestizos, es la cosmovisión del origen de este gran árbol.
Afirman nuestros abuelos, que cada vez que existía un gran ayahuasquero, éste al morir, era enterrado en su propia casa, que por lo general solía ser fuera de las ciudades, y con el paso de tiempo, y con la bendición de la tierra, de la lluvia y del Sol, crecía en dicho lugar, este majestuoso árbol, dotado por una gran madre, que era el espíritu protector de todos los árboles y plantas de la Tierra.
Junto a la suprema deidad del bosque y de la tierra, que era la Madre Ayahuasca, espíritu de todos los espíritus; existe también la madre-espíritu del gran árbol mueraya y la madre-espíritu del bosque amazónico, el dios forestal “Chullachaqui”.
Comprendí por fin, la perfecta armonía que había existido siempre en la naturaleza. Tanto los animales y las plantas, así como los minerales, habían estado siempre protegidos por sus espíritus esenciales. El trastornó de este orden, había significado la locura de la perspectiva y actitud occidental. Los supuestos civilizados, habían mal entendido la cosmovisión amazónica, y desde su llegada a estas tierras, habían cometido sacrilegio contra la sacralidad de la naturaleza.
Comprendí entonces la ruina de Don Manuel. Ahora sabía, que él me había mentido. Ahora sabía que él si había logrado talar un árbol mueraya, y que la madre de éste, lo había castigado con la infección de la uta en sus piernas. Quizá al padre de Manuel también el gran árbol lo había maldecido, y así como también a algunos otros madereros que por lo general eran ruines, alcohólicos y decadentes.
Comprendí por qué la gente dedicada a la madera, no en su totalidad, eran gente, como poseída por un demonio, sin espíritu, sin sentido en sus vidas y vacíos. Seguramente habían vivido en Pucallpa, muchísimas generaciones de madereros, que por depredadores, habían sido maldecidos por el espíritu del bosque. Esa gente había ganado muchísimo dinero, pero su fortuna, no se traducía completamente en dicha o tranquilidad.
Recordé entonces a Don Ángel, quizá él también ya había muerto y en su tumba, debe haber hoy un gran árbol mueraya. Me entusiasmé por ir otra vez a aquella casa de campo, y ver y conocer a aquel gran árbol, encarnación de Don Ángel. Sentí de pronto, una gran devoción y respeto por los árboles y plantas.
Una semana después de sentir este llamado, me aproximé a la zona donde hacía más de 7 décadas, yo había conocido a Don Ángel y algunas otras personas muy interesantes.
Ya la vida en Pucallpa y en los alrededores había cambiado muchísimo. La ciudad, como una rara enfermedad, había crecido desordenadamente, y la mayoría de su población se desperdiciaba en la más indigna ignorancia, en el alcoholismo, y en la promiscuidad más irracional.
Sentí un poco de alivio al salir fuera de la ciudad, y respirar un poco el aire fresco que venía de la zona rural. El chofer del automóvil que me transportaba, quizá había oído hablar algo de Don Ángel, así que me animé a preguntarle. “En esos terrenos actualmente no hay nada.
Todo está seco, y la reforestación es muy escasa o nula”, dijo el chofer pausadamente, y un ligero escalofrío atravesó mi cuerpo. Me sorprendió su respuesta. Yo esperaba que me dijera, que los enormes árboles hubieran aumentado. Me desanimé un poco; quise detenerme y regresar, pero no lo hice.
Al llegar al paradero, me sorprendí aún más por el gran silencio reinante. Pude ver una pequeña casa cerca de la carretera. Algo animado me aproximé, deseoso de saber algo de Don Ángel, o del gran árbol que había crecido en su tumba.
Abrió la puerta un joven que parecía muy bien nutrido, y con una mirada intensa. Me hizo recordar la mirada de Don Ángel. No supe como empezar el diálogo, y decidí preguntar directamente por Don Ángel.
“Mi abuelo falleció hace 42 años. Mi mamá me habló mucho de él. Yo no lo conocí, pero le tengo un gran cariño, y voy a ser ayahuasquero”, dijo el muchacho con una seguridad admirable. “Yo conocí a tu abuelo, fue un gran chamán, y un gran amigo mío”, le dije, sintiendo alegría en mi alma por haberlo conocido.
“Cuando falleció, mi madre y toda mi familia, lo enterraron aquí, junto a la quebrada, y con los años creció un gran árbol”, dijo el joven algo emocionado, y fue hacia su casa a traer algo. Regresó veloz y me hizo ver una fotografía. En la imagen, el muchacho abrazaba el tallo de un enorme árbol. “Ahí estoy, abrazando a mi abuelo” dijo, sintiéndose nostálgico.
¿Y qué ha sido de aquel árbol? Le pregunté. “Hace tres años, una transnacional dedicada a la explotación de la madera lo cortó. Fue durante algunos días que estuve en Pucallpa. No pudimos hacer nada para salvar a mi abuelo. Estas compañías, se comportan como piratas y depredadores. Argumentaron que el terreno estaba abandonado. Pero yo he sembrado en su lugar, la soga de la muerte (ayahuasca), ya está creciendo, venga a ver”, me dijo el muchacho.
Fue increíble ver y sentir la vitalidad con la que actuaba este muchacho. Había heredado de su abuelo, el amor por la vida y por la naturaleza. Conversé un buen rato con él, y luego me regresé a Pucallpa. Aquella noche, antes de dormir, tuve una sublime reflexión. No había duda que aquel joven en el futuro, iba a ser un gran árbol mueraya. A pesar de la irracionalidad de mucha gente, corporaciones y gobiernos entre ellos, había todavía gente dedicada y unida a la naturaleza.
El muchacho me contó que aquella compañía extractora de madera, construyó algunas casas a todo lujo con la madera de los árboles muerayas que talaron. A las tres semanas de inauguradas dichas casas, un veloz incendio acabó con todas las casas. La compañía perdió muchísimo dinero. Otra vez, el espíritu protector del gran árbol, sancionó con una gran lección, que al parecer todavía no han entendido estas personas.
Será la propia naturaleza, junto con sus madres-espíritus, las que pondrán freno a esta carrera destructora que han emprendido algunos hombres descerebrados. Y serán también algunos buenos hombres, los que constituyan la nueva generación de hombres que poblarán la Tierra, renovada, revitalizada, por un gran cambio biológico y telúrico. Me dormí en paz, al saber que los ayahuasqueros al morir, renacían en gigantescos árboles muerayas. La ayahuasca, la soga de los muertos, había desarrollado a los grandes chamanes, y los chamanes al morir, habían sido la mejor semilla para reforestar la Tierra.
Recordé la cálida mirada del nieto de Don Ángel y recé por él.
Autor: Ronald Rivera, Ayahuasquero, Pucallpa (Perú).